sábado, 5 de abril de 2008

Capítulo 10: La rebelión de las masas oseas (by Tourtas, el tío de las)

Ésta no iba a ser una noche tranquila y tétrica, como las que aquí estamos acostumbrados a ver, todo lo contrario, a todas luces se imaginaba un tanto movidita. Y no era para menos, ya que como todos los años se celebraba la fiesta de Hall Owen, y nadie de los que aquí vivíamos quería perderse tal acontecimiento. No había sino que fijarse en la cantidad de cuerpos dantescos y pútridos que por todos los rincones de este austero cementerio iban y venían sin cesar, solos, acompañados ó en grupos, abarrotando cada rincón del otrora silencioso lugar. Tampoco era necesario afinar mucho el oído para escuchar semejante estruendo que envolvía el ambiente: conversaciones ruidosas, gritos, risas, sollozos y el crepitar que producían miles de huesos en movimiento. Casi todas las almas que estaban censadas en esta ciudad mortuoria habían abandonado su húmedo agujero por una noche para reunirse con familiares y amigos y dirigirse en tropel hacia una explanada central situada en el centro del complejo. Allí posaba solemne un fastuoso monumento fúnebre y alrededor de él se iba arremolinando los cuerpos ansiosos, esperando el discurso del acalde (sobre todo su final) para que oficialmente y según regían los estatutos del cementerio, diera comienzo la fiesta, que duraría toda la noche.
Allí, entre todo el gentío, en primera fila, estábamos nosotros dos, observando la manera ridícula con la que el alcalde intentaba subir el peldaño de una tumba de mármol incrustada en el suelo, situada justamente delante del monumento, donde llevaría a cabo el discurso. Al parecer su torpeza se debía a la manera con la que este ilustre cadáver murió, apareciendo sin vida con casi todos los huesos de su cuerpo retorcidos. El no se harta de contar que en la otra vida había también ejercido de alcalde y fue asesinado por sus enemigos, que lo odiaban por la manera tan brillante y digna con la que llevó su cargo, aunque nadie lo sabe con exactitud. A pesar de todo esto, el alcalde era uno de esos que hacía poco tiempo había llegado al lugar y esto se vislumbraba fácilmente por sus carnes, que aún no se le habían podrido demasiado, ni siquiera se le había desprendido de los huesos. Pero su olor pestilente hacía que la gente, empleando toda su educación para no agobiarle, respetara una zona semicircular a su alrededor, la cual a nadie se le ocurría traspasar, ni siquiera a mi amigo y a mi.
Pese a la solemnidad que le quiso imprimir al acto, este no pasó de ser aburrido, repitiendo los discursos protocolarios de fiestas anteriores, sin más novedad que la del propio personaje que nos hablaba. Hizo alusión al futuro “esperanzador” que le tocaba “vivir” a este cementerio y al porvenir de sus obligados habitantes, y tras una retahíla de agradecimientos a los organizadores del evento, dio por comenzada la tan esperada fiesta. A partir de aquí cada uno a lo suyo.
Nos dirigimos hacia la zona norte donde se encontraba una gran fosa común en la que los cadáveres jóvenes se habían reunido para beber. El líquido que injerían era una especie de pócima mágica hecha por los veteranos del lugar, con la única intención de sobrellevar la pesada carga que significaba la eternidad. Pero la bebida, fabricada de plantas recolectadas del lugar, tenía efectos secundarios como alucinaciones, espasmos, mareos y, en los casos mas graves, disfunciones orgánicas. Sin embargo, esta bebida que originariamente tenía tal fin, terminó por extenderse, tomándose masivamente.
Ésta corría por litros entre los muertos reunidos en el enorme agujero excavado en la tierra, bajo la atenta mirada de los guardianes del cementerio que rodeaban a la masa de cadáveres ebrios. A nadie se le escapaba la frialdad con la que actuaba semejante cuerpo de seguridad ni los métodos expeditivos que empleaban. Su obsesión era la seguridad del cementerio, y tal empresa no dudaban en utilizar la violencia. Armados con los huesos de su propio esqueleto, eran capaces de quitarse un fémur o cualquiera otra de sus partes y desarmarte de un solo golpe. Un ejemplo claro de su actuación se produjo el año pasado, cuando un muerto (arrestado en los incidentes que se produjeron el año pasado en esta misma fiesta) se zafó de un guardia que lo tenía agarrado y salió a correr. La autoridad, sin ningún complejo, no dudó en arrancarse la calavera y lanzársela con tal fuerza, que al impactar contra el prófugo, éste tuvo que ser recogido al día siguiente hueso por hueso. No se andaban con chiquitas a la hora de coger a alguien y eran numerosos los casos en los que los arrestados denunciaban las prácticas vejatorias a las que eran sometidos: sus propios huesos eran arrancados y utilizados por sus vigilantes para golpearles y obligarles a confesar el delito.
Con tales antecedentes no era extraño que se mascara la tensión en el ambiente. Conforme pasaban las horas los muertos estaban cada vez más alucinados y trastornados, moviéndose de una manera esperpéntica y decadente. A mi no se me escapaba el nerviosismo que reflejaban las pomulosas caras de los custodios y pareciera que de un momento a otro todo estallaría. Como me imaginé no tardó mucho en suceder. Unos jóvenes cadáveres, visiblemente achispados, con botellas de pócima en la mano, empezaron a subir hacia la superficie, azuzados por los que abajo se encontraban. Al llegar a lo alto fueron empujados violentamente por los guardianes, cumpliendo las estrictas órdenes del alcalde de no dejar beber a nadie fuera de la fosa común. A las consiguientes protestas y silbidos de indignación al hecho ocurrido le siguió una salva artillera de botellas, recipientes y demás objetos que antes habían servido para retener el líquido, y que ahora estaban haciendo caer a más de un guarda. A partir de aquí el caos. Todo son gritos, golpes y caídas. Numerosos cuerpos suben frenéticamente hacia arriba y empiezan a enfrentarse a la guardia del cementerio que empieza a tomar una actitud defensiva ante la avalancha que se le avecina. Se daban palos a diestro y siniestro: fémures, tibias, clavículas, escápulas, cráneos, volaban de un lugar para otro y una nube de polvo comenzó a elevarse sobre el lugar del disturbio, ocultando a los esqueletos en conflicto. Sólo los impertérritos cipreses guardaban la compostura, inclinándose ligeramente para mirar el vergonzoso espectáculo del que estaban siendo testigos. Cuando en mitad del barullo mi amigo y yo intentábamos escapar, si fuera posible sin ninguna magulladura,
comenzaron a venir los refuerzos para controlar la situación, logrando dispersar a la difunta masa. En pocos minutos todo quedó en una apacible calma, la que siempre aparece tras un agitado huracán. Milagrosamente nosotros logramos escapar, pero otros tantos no corrieron la misma suerte. Los arrestados fueron acusados de incitación a la rebelión (la acusación más grave por la que aquí te podían juzgar), además del mal rato que le quedaba por pasar aún con sus captores. Al final la trifulca había costado medio centenar de heridos y mutilados, aunque afortunadamente no hubo víctimas mortales (todos lo son).
El panorama que ofrecía el lugar donde habían ocurrido los hechos era horrible. Infinidad de huesos, grandes y pequeños, estaban esparcidos por todos lados y mucho eran los ladrones que se acercaban al lugar para encontrar las partes óseas que les faltaban o robarlas para luego pedir favores a sus propietarios a cambio de ellas.
Los rumores del incidente se extendieron por todo el recinto fúnebre e incluso el alcalde fue pocas horas después al lugar de los hechos, prometiendo allí mismo aumentar el número de guardas para reforzar la seguridad.
Pero la noche daba comienzo a su fin y los muertos comenzaban a introducirse en sus respectivas tumbas con la primera claridad de la mañana. En ellas seguirán esperando al tiempo y en su letargo seguirán viendo pasar las horas y los días, los meses y los años, nada les hará moverse de allí. Solo hacen eso: esperar…

No hay comentarios: